La Epifanía del Señor, celebrada litúrgicamente el 6 de enero (o trasladada al domingo más cercano en muchos países), es una de las solemnidades más antiguas de la Iglesia. Su nombre proviene del griego epipháneia, que significa manifestación. No se trata simplemente del recuerdo de la visita de los Magos, sino de una verdad teológica mayor: Dios se revela en Cristo no solo a Israel, sino a todas las naciones del mundo.
El Evangelio de Mateo (2, 1–12) presenta a los Magos como símbolos de la humanidad buscadora: sabios, extranjeros, hombres de ciencia y de fe incipiente. Ellos representan a los pueblos no judíos que reconocen en el Niño a un Rey universal. La estrella no es solo un signo astronómico: es símbolo bíblico de la gracia que guía a quienes buscan la verdad con recto corazón.
Los dones ofrecidos —oro, incienso y mirra— expresan una profunda cristología:
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Oro: Cristo es Rey.
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Incienso: Cristo es Dios.
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Mirra: Cristo es Hombre destinado al sacrificio.
La Epifanía, junto con el Bautismo del Señor y las Bodas de Caná, forma el gran tríptico de la manifestación pública de Jesús como Mesías y Salvador universal. En este día, la Iglesia proclama que la salvación no es patrimonio de un solo pueblo, sino don abierto para toda la humanidad.
La Epifanía nos confronta con una pregunta interior decisiva:
¿Somos Herodes, temeroso de perder su poder, o somos Magos, capaces de emprender el camino pese a la incertidumbre?
Los Magos no conocían la ruta completa. Solo sabían leer una señal en el cielo y obedecer el impulso de la búsqueda. Dejaron seguridades, comodidades y prestigios para postrarse ante un Niño pobre en un pesebre. Allí comprendieron que Dios no se impone por la fuerza, sino que se deja encontrar por quienes saben arrodillarse.
La estrella sigue brillando hoy en medio de nuestras oscuridades modernas: crisis de sentido, fragmentación social, violencia, idolatrías del dinero y del poder. La Epifanía nos recuerda que Dios continúa manifestándose en lo pequeño, en lo frágil, en lo que no deslumbra a los ojos del mundo.
Quien verdaderamente se encuentra con Cristo, como los Magos, no vuelve por el mismo camino. La fe auténtica siempre transforma las rutas interiores.
En esta solemnidad, la Iglesia nos invita a:
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Levantarnos del letargo espiritual y volver a buscar la estrella.
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Ofrecer nuestros propios dones, no de oro material, sino de fidelidad, justicia, verdad y misericordia.
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Reconocer a Cristo en los márgenes, allí donde el mundo no coloca reflectores.
Que la Epifanía no sea solo un recuerdo piadoso, sino una decisión existencial:
salir de nosotros mismos para encontrarnos con Dios que se deja ver por quienes caminan con humildad.
